Ayer, cuando fui al Corte Inglés para comprar el DVD original de "¿Y tú que sabes?" -lo que hay que hacer, sólo para que los que vienen a nuestras pelis no se queden sordos con la mala acústica de algunos piratas-, en la salida un curioso grupo ruso tocaba piezas clásicas... A su lado, una mesita de ventas: muñecas rusas, discos... lo de siempre. Y enfrente, el clásico estuche del violín -creo que era, o quizá era más grande-, con algunas monedas. La música llenaba el ambiente, de hecho el frío inminente se hacía nulo con la alegría de las piezas. Sin embargo, la cara de los transeúntes... es que era la misma que si oyesen simplemente el ruido de la calle. Ese que uno termina por dejar de oír para no volverse loco.
No obstante, sí que había algunos rostros que cambiaban su expresión: los de los niños muy pequeños. Una nena con coletas llegaba con su madre, y se quedaba allí mirando, plantada en el suelo -todos lo hemos visto, los peques hacen parar a sus padres quedándose ahí escuchando-; y mientras la mami hacía esfuerzos para que la niña bailase, o saludase a los músicos con la mano, ésta simplemente atendía despistadamente, como si no supiese de qué iba la cosa, por qué, o qué sentido tenía. Más atenta al oír que al hacer... Y yo digo: ¿por qué tratan los mayores de que los niños bailen o saluden alegremente a un desconocido -que sería lo que haríamos naturalmente si estuviésemos equilibrados-, si ellos mismos permanecen impasibles a todo ritmo, como estatuas? Otro niño al terminar la pieza, recordó de pronto lo que su madre había estado todo ese rato intentando que hiciese, y entonces aplaudió... quedándose solo con sus palmadas, pues nadie lo hacía ya. Sin comprender, mirando a su alrededor, como diciendo "eh, ¿no era eso lo que había que hacer...?". Esto era algo que faltaba, cierto, comparado con cualquier actuación sobre un escenario con todo su equipo y parafernalia, por pésima que sea: el aplauso al final de cada pieza. Aquí a la música le seguía un silencio de frialdad...
Pasaban dos hombres entrados en años, y uno dice "si te digo que a éstos los he visto yo en Praga... En Praga, ¿eh?". Otro, sorprendente su conducta, miró las caras de los músicos con atención mientras pasaba a buen paso ante ellos, volviéndose incluso, y después se perdió entre la multitud.
Y ya la guinda del pastel: el lugar donde se habían colocado los músicos era para sacarle una foto: a la izquierda la puerta del Corte Inglés; a la derecha, Mango. ConsumismoXConsumismo, Consumismo al cuadrado. ¿Y en medio? Allí se apreciaba esa actitud humana tan curiosa: se gastarán lo que quieran en todos esos lugares de ocio más que necesidad, pero... ni un céntimo caerá en arte. Arte en directo, música viva, cuatro gatos que trabajan poco menos que gratis para ofrecerte un abrigo del frío emocional, junto a las notas de un violín y un acordeón...
Y es que ocurre demasiado a menudo, el dormir de la Humanidad es inmenso, es un enorme RRRONQUIDO que se emite desde la Tierra -nada de emisiones de radio para buscar respuesta de vida inteligente; ¡pamplinas!, lo que sale de nuestro Planeta Azul es un ronquido espeluznante, multitudinario y al unísono-; se afirmaría que su eco es escuchado en las galaxias vecinas, vamos, es como la "basura sonora" de nuestro Universo. Por eso no se acerca nadie por aquí, ¿cómo? ¡Se asustan con semejante dormir de las almas! Un sonámbulo no sabe lo que hace, uuuuh, si vive en una pesadilla -como muchos- y cree que lo van a matar, matará él antes... ¿Cómo van a venir los vecinos de Orión? ¡Ni los de aquí al lado!
Pero bueno, siempre quedará la esperanza de que alguien por allí entre las estrellas, de pronto, registre un sonido distinto del ronquido, mezclado en él, pero claramente diferente... el de la música, ése del que ni los propios hermanos que pasan junto al acordeonista se percatan.
La Batidora...